
Sobrevuelo Nobuhiro Suwa
Por Salvador Amores
“Real” es quizás –junto a “cuerpo”, y algunas más– una de las palabras que más resintieron el triunfo de la academia y la agonía de la crítica. En el siglo pasado, tras la muerte de Bazin y posteriormente el repliegue de sus herederos más radicales –los macmahonistas–, en aquellos años en los que la revista de cine más importante del mundo no invitaba ya a cineastas americanos olvidados a hablar de planos y de escenas sino a antropólogos y psicoanalistas de la élite cultural europea a hablar de sistemas ideológicos, la convención de realidad o de “lo real” se vio superada por una inútil complejización exclusivamente teórica que, aunque entonces catalizadora de la “modernidad” cinematográfica,1 hoy ha culminado ya en toda una genealogía de realizadores que maquilan sus productos culturales tomando como punto de partida dichas falsas conceptualizaciones asumidas como verdades. El slow cinema de principios de este milenio y el subsecuente dominio de lo “docuficcional” que infestaría los festivales de cine parecían primero una bocanada de aire fresco contra el naturalismo estancado de las producciones industriales, para rápidamente revelarse como los portadores de una falsa contemporaneidad que, tanto como sus enemigos, creaba una nueva hegemonía de la verosimilitud e imponía cierta agenda de “lo real” académico por encima de la libertad innata a la imitatio cinematográfica. Dejó de ser cuestión de “realismo” en favor de una confusión mayor disfrazada de autoconciencia (“ya no somos inocentes”) que pronto se traduciría en cautela deshonesta por parte de ese selecto grupo de realizadores aspirantes a pertenecer al cine en tanto que bien cultural, esos que serían ya “autores” desde la redacción de su “proyecto”, mucho antes, no ya de empuñar una cámara, también de vislumbrar con transparencia aquello que le cuestionarían a lo aparente.
A pesar de lo hostil del panorama, como es usual, llegan algunos pocos individuos aislados que saben distinguir la publicidad del arte y para quienes, artistas verdaderos, jamás el estilo precede a la obra. Desinteresados en conceptos acuñados en territorios enteramente ajenos a los del arte, aún capaces de mirar y tallar lo concreto, son artesanos para quienes lo único que importa es su creación, puesto que a través de su perfeccionamiento lograrán, eso lo saben, volver y conocer mejor al mundo. “Ficción”, “documental”, o el “ismo” al que quiera adherírseles, importan muy poco. ¿Qué sería el realismo si hasta su artífice literario pionero, Gustave Flaubert, rechazaba enérgicamente su existencia? Algunas de las películas más “realistas” de los últimos años –pienso en La fille de nulle part (2011) de Jean-Claude Brisseau, Post Tenebras Lux (2012) de Carlos Reygadas, etc.– quizá sean tal porque a través de su devoción por lo visible nos enseñan aún algo sobre “lo real” que no sabíamos antes de posar nuestros ojos sobre ellas. Por ejemplo: que lo real no se asume, sino que se encuentra. O como dicta la última frase pronunciada en la película-río de Johan van der Keuken (un realista), De weg naar het zuiden (1981): “Es difícil tocar lo real”. El realista quizá sea aquel que, parafraseando a Ingres, no estudia la realidad sino de rodillas.
Este es un adelanto del ensayo de Salvador Amores para ‘El cine que arde’, edición conmemorativa de los 10 años de FICUNAM, que se publicará en abril 2020.