Sachiko ha perdido a un ser querido. Al comienzo del filme se muda al departamento que su difunta amiga habitaba y consigue empleo en el café al que asistieron en uno de sus últimos encuentros, lo que parece una voluntad arrebatada por desafiar la lógica de la cruda realidad y reencontrarse con su vínculo de una u otra manera. Que Haruhara-san’s Recorder desarrolle su exploración del duelo a partir de un poema tanka —una forma de poesía corta tradicional de las letras japonesas— no constituye el típico dato anecdótico que busca glosar la riqueza de un proceso para remediar las carencias de su resultado, recurso habitual del cine contemporáneo, sino que explica la propia poética cinematográfica de Kyoshi Sugita: predilección por las impresiones concretas de una cotidianeidad en apariencia parca, finalmente sublimadas en emoción por una métrica imperceptible cuanto principal.
Los procedimientos morfológicos que hoy ha estandarizado cierto cine —el plano extenso y fijo por encima del découpage interno; la predilección por las elipsis en oposición a la continuidad narrativa; la contención emocional como antídoto de la histeria melodramática— adquieren en el segundo largometraje de Sugita una potente frescura, pues están correspondidos con justeza a la ambición emocional de la película: el dolor de Sachiko permea la experiencia del espacio y del tiempo tanto para los personajes cuanto para el espectador. La pausa, la melancolía y la fragmentación no son en este filme vaporosos rasgos estilísticos sino, como acaso lo fueron para los antiguos poetas nipones, sólidos andamios de un mundo concreto. Se asoma, pues, una posible redención para el naturalismo fílmico.