Por Lila Avilés
La democracia vuelve a Chile durante el verano de 1990. En una comunidad aislada, Sofía, Lucas y Clara enfrentan sus primeros amores y miedos, mientras se preparan para la fiesta de Año Nuevo.
Intimista, nostálgico y elegante es el tercer largometraje de Dominga Sotomayor. Cada cuadro está particularmente cuidado con belleza y fluidez, evidenciando tanto la naturaleza física del lugar, un mundo en medio de árboles, luz natural, perros, agua y caballos, como la naturaleza sensible de los que lo habitan. Sotomayor entabla una dirección particular: más allá de hablar sobre su femineidad, se puede decir que tiene un mirada y una sensibilidad igualmente natural, la que parece remitir a su propia juventud temprana. Cada instante tiene delicadeza para construir un universo sonoro, visual e íntimo lo suficientemente sólido para dar a luz una postura e ideología artística latente.
Se trata de una película por momentos coral, donde cada personaje está bien hilvanado y es fácil seguirlos, aun en sus silencios. Al mismo tiempo, se puede seguir a la protagonista, Sofía, durante su proceso de construcción de identidad y madurez en medio de un mundo del que quiere huir, en una búsqueda constante de una madre que ya no está, de un amor que ya no es, y de un lugar que ya no siente suyo.
El significado de cortar el cordón umbilical al corazón, la familia y la casa. Un lugar aparentemente en pausa, en medio de una transición política y social, en donde el arte y el ser uno mismo importan casi como una utopía, donde niños y adultos se entremezclan por igual. La madurez y la convivencia con los otros son el día a día, con futuros inciertos, donde los vértices del amor y las reglas no están bien delimitados, pero con una juventud aún muy viva en contacto con su entorno, como una metáfora de construcción de paraísos propios, externos e internos, en un mundo cada vez más y más lejano.