Por Sofía Ochoa Rodríguez
El negro es el color más triste y también el más enigmático en Amalia, el cuarto largometraje del músico, compositor, productor, escritor, actor y director, Omar Rodríguez-López. Tras el estreno de Los chidos (2012), el creador sufrió la pérdida de su madre, y su productor y editor, Adam Thomson, la de su padre. Es precisamente ese estado de dolor a raíz del luto de la muerte de la madre, lo que desencadena la acción en este filme.
Los grados de aflicción de la protagonista interpretada por Denise Dorado se iluminan en grises oscuros, predominantemente nocturnos, en un viaje de autodestrucción. La vida y la muerte, la ciudad fronteriza de El Paso (donde el director y la protagonista crecieron), las culturas estadounidense y la mexicana, el switch automático del español al inglés y viceversa; las drogas, el alcohol, la realidad y la locura, crean una sensación de movimiento, un estado de trance que se intensifica con los cada vez más arriesgados intentos de Amalia por evadir su realidad. Todo se complica con una trama trágica de tintes shakesperianos en la que la fijación por descubrir la verdad de quienes nos sentimos víctimas sin acabar de aceptar nuestra complejidad y responsabilidad, nos transforma en aquello que tanto repudiamos.
Amalia nos permite explorar el seno de una familia enferma de machismo y dogmatismo, como muchas, con un estilo intenso y enrabiado, como pocos. Si algo comparte Rodríguez-López con su protagonista es un compromiso mortífero con sus propias obsesiones. La forma no es un obstáculo para él. El creador galopa a contrapelo de cualquier influencia cinematográfica o convención narrativa; tradicional o no, arrebata lo que necesita para decir lo que quiere, con un estilo cada vez más pulido, valiéndose de sus puntos fuertes, como el diseño de sonido y la música, y una confianza plena en el valor de su visión. Valiente y salvaje, Amalia es cine auténticamente guerrillero.