El segundo largometraje del cineasta ruso Kantemir Balagov da un doble giro al género bélico. Por un lado, lleva las grandes épicas de cielo abierto hacia una épica de la intimidad, en espacios confinados y sin una sola secuencia de batalla; por el otro, desarticula el sentido profundamente masculino que se le ha otorgado históricamente al conflicto armado, para centrarse en dos mujeres, amigas excombatientes y ahora enfermeras en un hospital para heridos de guerra, que sobreviven a los estragos de una empresa eminentemente patriarcal. En ese sentido, la noción de lo interior funciona aquí bajo un filo múltiple: no es solo lo personal sino también lo claustrofóbico, distante y traumático.
En claro diálogo con el libro La guerra no tiene rostro de mujer, de la escritora bielorrusa distinguida con el Premio Nobel de Literatura en 2015, Svetlana Alexiévich, Dylda trabaja sobre la siguiente pregunta: ¿cómo representar la guerra desde otras coordenadas que no sean las de heroísmo, triunfo, sacrificio y patriotismo? La respuesta es por sí misma devastadora, pues supone dar luz a todo el terror oculto bajo la reluciente alfombra de la Historia, escrita y dictada por los vencedores, pero relatada y transmitida por los vencidos, evidenciando que el final de la guerra, contrario a lo que se piensa, es apenas el principio de un perpetuo sufrimiento.